Me perdonan, pero no creo en la paz

Qué si, que no. Que vale la pena, que eso es mentira, que es un robo, que no, que fue lo mejor. Es decir, a días de ir a las urnas y participar del plebiscito, está pintado el ADN de los colombianos que difícilmente nos ponemos de acuerdo, a menos que sea una tragedia natural. Seguimos viendo un país donde los que mandan defienden el pedazo de “pastel” que les conviene generando confusión a una gran mayoría que históricamente siempre procede y actúa entre el caos y la ignorancia.

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Lo peor, o lo mejor, vaya uno a saber, es que hora le toca al verdadero pueblo votar por un acuerdo que amenaza con traer la paz. Por eso es fundamental que los ciudadanos comunes, aquellos que conforman la mayoría, los que no leen mucho y también oyen, algunas veces sin poner mucha atención, ahora analicen, discutan y miren si realmente lo pactado entre gobierno y guerrilla es viable, con tintes de duración y primordialmente cierto, en un país que se ha caracterizado por las frecuentes mentiras de sus gobernantes. Por eso votar en el plebiscito no es la idea como si es hacerlo con responsabilidad.

Vamos por partes. En primera instancia es claro que todos los colombianos quieren la paz, inclusive los que no hemos vivido a diario las vicisitudes que abriga a la mayoría de nuestros connacionales en los últimos 50 años, sin obviar que el desequilibrio social ha sido una constante desde que asumimos el control y la soberanía del país siglos atrás.

Lo que no parece razonable es la manera cómo pretende alcanzarla el gobierno al ponerse de “rodillas” ante los insurgentes (cuando había ideales políticos), delincuentes y traficantes de las FARC (en lo que se convirtieron cuando la ideología se esfumó), firmando un acuerdo que no hace justicia a quienes tantos daños han hecho. A nadie se le puede olvidar, y menos molestar, admitir que Colombia es un país ideal para la trampa (como tal vez suceda en todas partes del mundo, pero ese no es el tema), y de este acuerdo nuevas cosas estamos por presenciar para alterar la ya intranquila convivencia de los oprimidos y lastimados ciudadanos.

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Antes que escribir bonito, seamos claros. Hace unos años, el país deliraba porque los paramilitares, esos que habían nacido con la idea de combatir a la guerrilla y proteger a los grandes terratenientes, iban a entregar sus armas después de haber cometido todo tipo de atrocidades y de unirse al narcotráfico para subsidiar sus operaciones, sin omitir la cercanía de algunos políticos y familias de renombre (¿se acuerdan del término “parapolítica”?).

Pues bien, el acuerdo se cerró, hubo promesas, aplausos, frases bonitas y emotivas, esperanzas de reparación a las víctimas, condenas simbólicas y muchas cosas más que ayudaron, dentro del descontento de muchos, a que ese ciclo llegara a su fin, pero se abriera una nueva tendencia delictiva que generó más violencia, nuevos crímenes, lucha de poder y un mundillo oscuro, con narcotraficantes de perfil más bajo, pero igual de letales a esos grandes capos y sus carteles que le dieron a Colombia y sus ciudadanos una cédula mundial que por mucho tiempo nos atormentó a donde quiera que íbamos.

Nacen, ante las falencias del acuerdo y el cumplimiento de lo estipulado, nuevos grupos que, si bien no son insurgentes, son tan malos como los que buscan desestabilizar el gobierno a través de las armas y con una declaración frontal de guerra.

A los colombianos, en los últimos diez años, le ha tocado vivir en carne propia, con una policía inoperante y falta de garantías, cientos de batallas en las calles y callejones de los barrios entre las nuevas bandas criminales. Esas mismas que se formaron porque sus componentes sintieron que no podían integrarse honradamente a la sociedad y nunca quisieron vivir con la sencillez y humildad de un salario muy mínimo, sino que continuaron disfrutando del estrato que dan las armas, lo aprendido en el monte, la intimidación y el tráfico de drogas. Es aquí donde está la verdadera guerra que agota al país y ahora se puede esperar más con este nuevo acuerdo que reclama un cese de hostilidades en las montañas, quizás para sumar nuevos senderos delictivos en las ya abrumadas capitales.

La presencia y macabra historia que han dejado en muy corto tiempo organizaciones de la peor clase como el Clan del Golfo, el Clan Úsuga, Los Machos, Águilas Negras, Cordillera, Los Paisas, Los Rastrojo, Los Urabeños, entre otros, es una exhibición clara de dos cosas: incompetencia y falta de voluntad. Esto no es delincuencia común, no. Esto es el derivado de promesas y acuerdos tibios con resultados funestos.

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La primera porque al país del Divino Niño se lo han robado cuantas veces han querido quienes lo han dirigido a través de la historia, siendo estos nefastos personajes de turno los que siguen pensando en cómo sacarlo de la olla y reclaman el apoyo de los directos afectados.

La segunda, por decantación, es la falta de credibilidad, la desconfianza y el temor que generan los acuerdos y promesas, estimulando la popular “malicia indígena” de un pueblo que se ha tornado intolerante y cruel, duélale a quien le duela esta afirmación, pues es esa maldita “malicia”, que se explica entre risillas como si fuera un sexto sentido del cual deberíamos estar orgullosos, la que siempre utilizamos para justificar la tendencia marcada que tenemos de sacar ventaja propia de cualquier oportunidad, sea leal o no.

Como pasó con los paramilitares, ahora estamos viendo otro acuerdo donde los insurrectos parecer ser los más beneficiados aprovechando “la papaya” que le ofrece otro gobierno dispuesto a cederles nuevos horizontes olvidándose del daño hecho cuando dejaron de ser insurgentes y revolucionarios para convertirse en delincuentes y narcotraficantes de las cordilleras.

Ellos, lo terroristas de las FARC, nunca aceptaron que debían pedir perdón y ser castigados por sus bajezas, sencillamente porque le fallaron a quienes intentaban “liberar” de la opresión de los grandes jerarcas; porque humillaron al pueblo, a los más humildes y necesitados; porque sacaron a la gente trabajadora del campo para implementar laboratorios, pistas y cultivos ilícitos y así facilitar que el narcotráfico fluyera y les facilitara los recursos para seguir “peleando” o viviendo cómodamente en la clandestinidad.

En un país donde los muertos votan, o los votos se cambian por comida que alivia el sufrimiento del momento, es complicado pensar con claridad y con optimismo.

Si la pregunta es cuánto queremos la paz, la respuesta es sencilla: mucho, la anhelamos. Ahora, si la idea es vender el respaldo a un convenio frágil y controversial, hecho para acallar los fusiles en las montañas ofreciendo impunidad total, pero con altas posibilidades traer más violencia a nuestros barrios, entonces allí es donde debemos reflexionar, pues la guerra no es contra los grupos alzados en armas, sino contra el maldito narcotráfico que tanto daño nos ha y seguirá haciendo, pues es la verdadera ofensiva que no se ha podido ganar y de eso saben mucho los que hoy, supuestamente, quieren regresar a la vida civil aprovechando las notables ventajas que tienen para seguir delinquiendo desde otros frentes.

Ya verán cuantas noticias y escándalos se desprenden de este acuerdo. Ya lo verán y ojalá me equivoque porque me duele, cada vez que regreso al país, ver a los mismos pobres de siempre, las mismas injusticias y arbitrariedades de la gente común, de esas personas nobles que no se cansan de sufrir los desprecios de sus gobernantes pero que son, en definitiva, los más bello que tiene la nación. Ahí está la verdadera riqueza de Colombia, en su gente más humilde y maltratada. Son ellos los que merecen la verdadera paz al tener trabajo, vivienda, comida, salud y un ambiente digno donde progresar. Qué bonito suena, pero que imposible parece mientras siga sin ganarse la guerra contra el maldito narcotráfico.

 

 

 

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