El pasillo que conducía a la rectoría estaba despejado. Los estudiantes habían terminado sus clases y solamente un grupo reducido de personas del área administrativa transitaban por los alrededores del centro educativo.
El hombre caminaba despacio y sin apuro. Así como caminan las personas que ya no le temen al futuro, sin afán. Pequeñas cosas que solo dan los años y la experiencia. Quería ver a su amigo, el rector, quien lo había invitado para que compartieran una taza de café y un diálogo extenso sobre varios aspectos profesionales y personales. Eran camaradas entrañables de toda la vida, desde chiquillos cuando la incertidumbre era su única credencial de presentación y soñaban con ser policías o bomberos, héroes absolutos.
El día era bastante frío y muy ventoso. Afortunadamente su grueso gabán, su boina y la bufanda, que le cubría hasta la nariz, le ayudaban a protegerse de las inclemencias del clima. En su pausada marcha, escuchó una voz que provenía de algún aula sin entender claramente lo que decía, pero adivinando una molestia elocuente. Poco a poco, mientras más se acercaba al cuello del corredor norte, pudo identificar el recinto de donde brotaba el inconformismo.
Mirando hacia el interior, apreció como uno de los profesores cuestionaba de manera enérgica y firme la capacidad de su alumna. En ese momento entendió que el hombre no gritaba, pero era innegable que su potente voz así lo hacía parecer. En frente de él dos chicas: una que lo miraba abatida, presa del pánico y el temor, reducida por la humillación, mientras la otra dibuja un rostro de lástima evidente.
—¡No puede ser, Victoria! Es inadmisible que una estudiante de este nivel, de un curso de literatura y escritura avanzado, esté presentando proyectos de esta pobreza, sin contenido, aburrido y colmado de errores de ortografía, de estructura como si fuera una principiante. ¡Es inadmisible!
La chica seguía guardando silencio, con ganas de llorar, mientras su compañera, quizás su mejor amiga, le acariciaba el hombro con deseos de animarla.
—Perdón —. Preguntó el anciano, tocando ligeramente a la puerta. —¿Podrían indicarme dónde queda la oficina del rector?
—Siga hasta el fondo y luego gire a la derecha. En unos cincuenta metros más adelante encontrará una puerta enorme a su mano izquierda. Ahí está la recepción de la rectoría. —Le dijo el profesor de manera escueta, sin mucha cortesía, evidenciando el desagrado por la interrupción.
—Gracias, muy amable. —Expresó el anciano, haciendo el amague de seguir con su ruta. Sin embrago, aprovechó para preguntar algo más. —¿Le pasa algo a la niña que la veo tan triste? Qué pena preguntar, de meterme en lo que no me corresponde, pero es que a esta edad nos gustaría ver a todo el mundo feliz. Y a usted también lo veo tenso profesor.
—No señor, no está triste. Lo que pasa es que para los profesores es muy difícil decirles a los estudiantes cuando no están haciendo bien las cosas sin herir sus sentimientos. Ya sabe usted como son de frágiles estos muchachos de hoy.
—Claro, me imagino la responsabilidad tan desagradable. ¿Y es muy grave el asunto?
El maestro dudó en responderle, pero le pareció rudo cortar al improvisado visitante con una respuesta descalificadora.
—Juzgue usted. Estamos en el sexto semestre de una carrera muy complicada. A esta altura del partido espero que los estudiantes demuestren capacidad para hacer cosas importantes y destacarse, que muestren interés. Pero el desconsuelo es total cuando lo que ves es…ridículo, absurdo. Tonterías al ciento por ciento.
—Lo entiendo. Pero se ha preguntado usted, con sinceridad, ¿dónde está el problema? —El profesor lo miró indignado, molesto quizás. ¿Quién era ese aparecido para cuestionarle su calidad como docente?
—Sin que mi respuesta lo ofenda, señor, creo tener las mejores credenciales para liderar esta materia y saber dónde están los problemas de mis estudiantes. Fui graduado con honores en la universidad en español y audiovisuales, tengo un master en literatura internacional, un posgrado en redacción y escritura contemporánea. Además, he escrito tres libros que considero de muy buena calidad. ¿Y usted? —Le preguntó con el ánimo de reducir su impertinencia, de ridiculizar su ocurrencia.
—Bueno, ese no era el propósito de mi pregunta. —respondió el añoso hombre, sin inmutarse o alterarse. —Pero para responderle le diré que sí, alguna vez enseñé. No en un centro de esta calidad, pero tuve la experiencia de compartir lo poco que aprendí; y por allí escribí unos libritos que seguramente no fueron tan buenos como los suyos. Pero mi pregunta no era para cuestionar su preparación, que no la pongo en duda, sino para hacerle una pequeña recomendación, si no le molesta. Solo me tomará un par de minutos. —Las chicas seguían de cerca las palabras del anciano, y aplaudían en silencio su valentía.
—¿Qué sería…?
—Como educadores no podemos olvidar nuestros orígenes. No necesariamente porque estamos bien cimentados significa que fuimos capacitados para instruir de la mejor manera. Debemos recordar que todos tenemos un proceso de aprendizaje distinto, que soñamos y queremos llegar lejos, algunas veces sin saber dónde, pero lejos. Aconsejar y guiar no es una tarea fácil, pero resulta más complicada cuando se hace carente de sensibilidad. No es con una actitud agresiva que se consigue sembrar la semilla del conocimiento, todo lo contrario. Tampoco con mentiras, para ser claros, pero una recomendación bien dicha, con el deseo de ver a alguien progresar, corregir y seguir adelante, es más placentero que encerrarlo en el baúl de la mediocridad minando su potencial, simplemente porque no es lo que nosotros quisiéramos. Ese es el verdadero problema de educar.
El profesor lo miraba perplejo, sin determinar si el visitante era atrevido o sabio. Si estaba allí para hacerlo sentir como un estúpido en frente de sus estudiantes, o con el propósito de cultivar algo importante. Lo cierto era que su tono pausado y calmado, obligaba a escucharlo con respeto.
—No he leído el escrito de la joven, pero creo que su esfuerzo debe ser valorado de otra manera, por encima del resultado final. Si no está en el nivel adecuado, el reto es llevarla allí, por eso puedo entender un poco su frustración. Tal vez el material no sea de su gusto, lo que usted espera, pero bien sabe que los sabores por la literatura son variados. Es probable que una guía acertada pueda ayudarla a canalizar su capacidad en la dirección adecuada y de eso usted sabe, no yo.
>>Fíjese usted, profesor, que las desaparecidas Torres Gemelas de Nueva York, tardaron seis años en ser construidas, con mucho esfuerzo, dedicación y sacrificio. El resultado fue un proyecto impensado por muchos, pero no por su creador. Sin embargo, al final fueron destruidas con un plan maquiavélico, insospechado, en unas pocas horas gracias a la irracionalidad, el odio y el rencor, sin derecho alguno. ¿Se da cuenta lo difícil que es construir y lo fácil que es desmoronar un plan de vida, una ilusión, con una palabra, una actitud?
El docente guardó silencio. No sabía si continuar defendiendo su posición o realmente absorber lo que el improvisado visitante pretendía expresar, solo vio como éste se dirigía ahora a su estudiante mirándola de manera tierna.
—Y a usted joven solo quisiera invitarla para que multiplique esfuerzos y corrija fallas en su trabajo. Es con dedicación que se llega lejos, no con pereza y tomando atajos. Esa es la diferencia entre el mediocre y el triunfador. Solo usted puede responderse si quiere o no fortalecer sus defectos, pero entienda que la opción es suya. Equivóquese una y mil veces, cáigase mil más, pero párese y continúe su marcha, siempre y cuando tenga claro a dónde quiere ir. Practique, hágalo con conciencia y mucho esfuerzo, pero no deje de soñar y de hacer lo que más le gusta siendo honesta consigo misma. De eso se trata la vida.
El anciano miró a ambas partes un par de veces. Todos estaban en silencio.
—Ahora, si me disculpan, debo seguir. Les ruego me perdonen la intromisión.
Se giró lentamente y dio un paso, en ese instante la voz delicada de la chica se escuchó.
—Muchas gracias señor, no olvidaré su recomendación, se lo aseguro.
El viejo continuaba mirándola, le había ofrecido una sincera sonrisa que ella no pudo apreciar porque la bufanda todavía tapaba su boca. Levantó su boina levemente y se aprestó a seguir. En ese instante la voz del maestro se escuchó.
—También le agradezco su intención, no quiero que crea que no la valoro. ¿Cuál me dijo que era su nombre?
—Mi nombre es Gabriel…Gabriel Garcia, un amigo para servirle y continuó su recorrido, en busca de la rectoría.
Siempre se está aprendiendo
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Muchas gracias Rafael y éxitos siempre.
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