¿Un solo muerto? ¡Eso no es nada!

Exequiel Aaron Aris
Descanse en paz

Le mataron el hijo a doña Lucia Ramona, y se lo mataron por llevar la camiseta de River Plate, por celebrar la victoria tres por uno frente a su enconado rival. Lo aniquilaron de manera miserable y sin un gramo de piedad. Le metieron una puñalada por cada gol que marcaron los actuales monarcas de la Copa Libertadores, esa “bellísima” final que se jugó en el Santiago Bernabéu para “castigar” a los aficionados xeneises y riverplatenses después de demostrar de qué estaba hechos y hasta donde podían llegar cuando la pasión por el fútbol los enloquece, les cierra la razón y el entendimiento convirtiéndolos en unos trogloditas mayúsculos. Por eso se jugó en Madrid, porque era tanto el riesgo y el peligro de un desenfreno total, de una confrontación extra, bélica e impredecible, que lo mejor era pellizcar el dinero en un territorio neutro.

La segunda puñalada, que vino después de una serie de golpes inmisericordes, le cortó la arteria femoral que lo desangró porque fue tanto el daño que no se pudo reparar. Es curioso, pero mientras a Juan Fernando Quintero ese gol le representaba catapultarlo de nuevo al panorama internacional, a este chico de tan solo 21 años, lo desangraba por la zona inguinal y le cegaba la vida, anulaba sus posibilidades de seguir soñando, de tener una vida normal, sencilla y humilde.

A Exequiel lo levantaron grave, agonizando, mientras en las calles del país se celebraba la histórica victoria y algunos cruzados iniciaban los desórdenes. Al mismo tiempo los jugadores de River reían y se abrazaban, celebraban y gozaban, mientras los directivos del fútbol suramericano se regocijaban con la inmensa cosecha, con el gran capital adquirido en un duelo de mucha expectativa e impostergable. Haberlo cancelado o declarar la prueba desierta no era, ni mucho menos, un castigo adecuado para las dos aficiones de un par de equipos grandes, de jerarquía, pero que meten miedo por respaldar aficionados alejados del término y apegados más a la realidad del delincuente común, que tal vez sea el vocablo que los pueda definir correctamente.

Lucia Ramona
Lucia Ramona

Por eso doña Ramona aún llora inconsolablemente, pues a esa madre le tocó enterrar a su hijo mientras las estrellas se embriagaban de gloria y los ejecutivos se llenaban los bolsillos. Por eso vale la pena preguntarle a ella, a la doliente, qué siente hoy, qué daría para que ese partido no se hubiera jugado, para que no hubiera salido un campeón. Pregúntele si no hubiera agotado todos sus escasos ahorros para evitarlo, para ponerle una trampa al destino y así aliviar esa angustia de tener que acompañar a su hijo al cementerio, rompiendo la locura de lo inconcebible e insoportable.

La Conmebol ganó mucho dinero, así como el monarca e inclusive el gran perdedor. También ganó la sede que organizó el controversial duelo, los propietarios del estadio, en fin, todos porque el partido era una mina de oro y no se podía suspender, sin importar el preaviso que obligó el retardo por más de tres semanas.

Todos ganaron, incluyendo los aficionados de River que celebraron, algunos de ellos, haciendo gala de sus básicos instintos, de su estrecha mentalidad, causando desórdenes, agrediendo la propiedad privada, robando y peleándose entre ellos.

Por eso, al igual que Ramona, en un grito angustioso y solitario, raquítico e improductivo y tan estéril como precario, me sostengo en que lo peor que le pasó a esta Copa Libertadores fue que River y Boca estuvieran en la final. Era claro que con un solo muerto el evento sería un atentado a la lógica de querer enfrentar dos aficiones insoportables, y que la Conmebol, así como los clubes, deberían asumir la culpa moral que esto implica, si es que tienen moral.

Me reafirmo (que ya vale un carajo), en que la verdadera sanción, algo ejemplar e inolvidable, hubiera sido declarar la prueba abierta, sin un ganador, y así evitar una tragedia. Claro, como el balance es positivo para todos en materia económica y deportiva, y un solo muerto es algo insignificante para tanta cosecha monetaria, qué más da.

Pero que tal si le preguntamos a Lucía Ramona, quien tuvo la oportunidad de hablar con su hijo minutos antes de que muriera, qué sintió cuando escuchó de sus labios la fatídica y lapidaria combinación de palabras: “me atacaron por festejar el partido, por ser hincha de River”.

Pero bueno, sigan celebrando que esto es solo una estadística más, una triste historia que pronto se olvidará. Muchos dirán que esto nada tiene que ver con el fútbol y que es una problemática social nada más, aunque la negación de los hechos es la confirmación de que este cáncer, cruel y violento, sigue apegado al fútbol ante la pasividad de quienes lo han cultivado y deben erradicarlo de una buena vez.

 

 

 

 

 

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