
Nos quieren arruinar la sagrada fiesta de los futboleros: el precioso Mundial. En mis cálculos, pidiendo permiso al Supremo, estaba mentalizado para diez más (soy optimista), pero resulta que ahora don Infantino y el otro señor de apellido Wenger, les dio por decir que la octava maravilla del mundo sería un torneo orbital cada dos años. Ósea, que, en vez de ajustar mi presupuesto para diez mundiales, incluyendo mi fondo de pensión, el retiro del seguro social y la cuota del cementerio, ahora debo prepararme, no sé cómo, para presenciar veinte citas ecuménicas y no creo que el billete me alcance —que no se les olvide que en otros países el Mundial es el pretexto ideal para comprar televisión nueva—.
No entiendo, como simple aficionado, la magnitud de la propuesta cuando aún creo que el amor y romance por este deporte, al igual que otros miles de millones de aficionados, debe ser considerado por el nefasto grupo de dirigentes que solo piensan en la manera de ampliar la caja (ojalá que para buenos usos), y no en una competición que como tal es lo único que nos queda. Ya la han manoseado varias veces, para bien o para mal, y el aficionado ahí, leal, inamovible, siempre callado.

El decir de estos sapientes hombres es que “la frecuencia no afecta la calidad”, como una muletilla de defensa a tan inmenso improperio. Les cuesta admitir que en su “noble” deseo de ensanchar la pasión que genera este deporte a otros países, hay algunas naciones que, respaldadas por caudales inmensos de dinero, están terciando para que la frecuencia obligue la escogencia de mas países. Le apuntan y se ilusionan con ver pronto Arabia Saudita 2028, Marruecos 2030, Irak 2032, Líbano 2034 etc., como si la cita en Catar fuera lo mejor que han hecho y no una gansada terrible. Un Mundial en diciembre, con un entorno extraño, en naciones culturalmente ajenas y tan extremadamente particulares, no puede ser peor y esto no pasa por un sentimiento xenófobo, ni mucho menos, sino por la realidad de un deporte histórico con raíces sólidas.
Es la certeza de que el fútbol le pertenece a todos, pero quién puede ocultar que el Mundial es bello por la presencia de los mejores seleccionados del mundo conjugado en una dulce espera de cuatro años. De allí su encanto. Porque es el tiempo ideal para llegar al orgasmo pleno, y en el interludio nos calentamos con una catarata de torneos domésticos, copas continentales, mundiales de clubes, juveniles, femeninos; Liga de Campeones, Eurocopa, Copa América, liga de naciones etc.
¿Por qué quieren tocar el único torneo que parece inalterable y al cual, para colmo, consideran añadirle 16 equipos más, como si abundaran los mejores? ¿Cómo se puede concebir un torneo mayor, el más grande de todos, cada dos años y con una mezcla de los mejores al lado de un puñado de discretos combinados que generarán partidos de tan poco interés como los que por momentos se ven desde que el cupo ascendió a 32? ¿Cómo se explica esta innecesaria locura, cómo?
Lo que no dicen, es todo lo referente a las cifras escandalosas que generan en un Mundial y el deseo de multiplicar aún más estos números si los resultados son tan agradables cada cuatro años. Qué más da hacer el intento si al final, fracasando todo, se vuelve a lo anterior y todos tan tranquilos, como si no hubiera pasado nada. Al parecer, esto de la pandemia no solo mató tristemente a unos, sino que enloqueció a muchos y embruteció a otros tantos.

Desde este mismo rincón, hace meses atrás, se expresó que el fútbol y el Mundial, como espectáculos profesionales, le pertenecen hoy a la televisión y no a los aficionados, clubes o rectoras continentales como pensábamos. Cuando repasamos la historia del balompié desde sus orígenes hasta 1970, donde los cambios se empiezan a establecer y aparece la figura de Joao Havelange y su corte, como visionarios de esta avalancha de capitales que se iban filtrando, se explica porque la FIFA se encumbró al nivel en el que algún momento estuvo, como una entidad respetada y decorosa.
Ninguna de estas partes es capaz de desprenderse del potente medio de difusión, que ahora es el que paga, dice cuando se juegan los partidos y quién sabe de qué otra manera pueda influir en el desarrollo de los torneos. Cuando al poder le abundan los intereses particulares, da miedo ser ingenuo y no pensar porquerías si quienes representan este deporte, como ha quedado demostrado, son unos personajes capaces de arrodillarse, encerrando la moral en un closet al escanear gruesas sumas de dinero en el horizonte.
Después de que el mundo cambiara, víctima de un temor frenético y un pánico mediático exagerado, el fútbol, al igual que todo lo demás, cerró sus grandes recintos deportivos y de paso contribuyó al desespero.
Sin embargo, meses más tarde, los clubes se estaban ahogando en un mar de deudas garantizadas por contratos implacables sin cláusulas sanadoras que pudieran apartarlos de la responsabilidad que ellos mismos habían inventado. Por tal motivo, y sin dudarlo, movieron todos los mecanismos disponibles para reactivar la competencia de manera silenciosa, sin un grito en las tribunas y sin ambiente. A ese punto qué importaba si había o no aficionados en las gradas, lo que verdaderamente evitaba la debacle financiera era rodar la pelota y que el mundo volviera a ver los juegos, esos que se multiplican a diario, en todos los países, mientras los clubes y las ligas reactivaban los suspendidos ingresos a través de torneos agotadores que por momentos asfixian, más allá de lo que verdaderamente importan.

Porque esa es una verdad tan clara como irrefutable: hoy vemos lo que la televisión nos permite que, entre otras cosas, es demasiado. Paquetes con 150 o 200 canales, como si se dispusiera del tiempo para verlos. Abruman las noticias, deportes, política, entretenimiento, infantiles etc. Ah, eso sí, para ver los partidos de la liga local, junto a los canales de porno, toca pagar por ellos. Para eso existe ese desteñido patriotismo y fanatismo, absurdo por demás, que solo ha servido para que los seres humanos se maten por estupideces históricas y por los colores de una camiseta (como otro absurdo añadido), así como el innegable deseo que despierte la curiosidad sexual en todas las generaciones, especialmente entre las más frescas y liberadas.
La televisión, quedó comprobado, es la nueva rectora del balompié mundial y otras esferas sociales y morales, siendo este medio, con su dinero, ya en el plano deportivo, el primer eslabón de una cadena administrativa que luego pasa por entidades que intentan regular las competiciones (todas pelean entre sí), sumado a un grupo selecto de importantes clubes que se inventaron un “mercadillo pecaminoso y egocéntrico” donde solo ellos pueden pagar las escandalosas cifras por las vedettes que cada día están más rodeadas de comodidades, lujos y cuidados, y aun así se quejan porque esa es la naturaleza del hombre: lamentarse por todo y más.
En Inglaterra, Italia, Alemania y España, especialmente, se ha cultivado históricamente un peligroso grupillo de aburguesados equipos —con olor a carburante y que de paso quedaron en evidencia de no ser tan, tan ricos como suponíamos—, que han pretendido dar un golpe de estado para crear un acuario donde solo ellos puedan nadar para el mismo lado, cerrado un círculo que les permita forjar una máquina reciclable de dinero que garantice la solvencia económica que esta bendita pandemia les hizo zarandear.
Este fenómeno de la televisión nos ha permitido, inclusive, valorar más lo de afuera y despreciar otro tanto lo de casa. Eso es como pasar 20 días entre reinas de belleza, con todos los servicios incluidos, y después despertar con la esposa en el mismo cuarto de hace 30 años.

Si no fuera así ¿cómo explicamos que le demos mas importancia a ligas y clubes que por herencia no dicen nada (siempre los más mediáticos), mientras que los estadios de nuestros países se mueren en medio de una angustia silenciosa. Claro, también es entendible que en casa veo gratis y en el estadio pago por ver que son dos historias tan distintas como la comodidad y la verdadera pasión.
Menos mal, para cerrar, que la Conmebol y UEFA están coincidiendo, por fin, en que un torneo histórico como la Copa del Mundo no se debe tocar, porque más allá de que la FIFA reclame su propiedad, es un evento de los aficionados y seleccionados del mundo, así nosotros, como simple espectadores (en la pantalla o en las gradas), no estemos en esa lista de consideración y mucho menos de consulta para ver si estamos o no de acuerdo. Esperemos qué pasa cuando la oferta se ponga sobre la mesa de cada asociación, porque es ahí donde las posiciones más razonables, justas y lógicas, se van al traste.